Cinco de agosto de 2010. Mina San José. Desierto de Atacama. Treinta y tres mineros atrapados a 700 metros bajo tierra. Primero fueron las carpas solitarias de los familiares. Llegaron a la mina con banderas, con santitos, con velas de duelo, con fotografías de los padres, de los esposos, de los hermanos, de los hijos enterrados allá abajo. Mientras comenzaba el rescate allí se quedaron, día y noche, rezando, llorando, blasfemando, exigiendo justicia, soportando el viento y el tierral inclemente, el calor durante el día y el frío atigrado de la noche. Y cuando todo hacía suponer que el drama terminaría como siempre, que allí, sobre la mina convertida en fosa común, iban a aflorar 33 cruces de animitas, iguales a las cientos que se alzan a lo largo del desierto chileno, sube desde las profundidades el mensaje que estremece a todos: los hombres están vivos.
Fue el comienzo de un espectáculo de espejismo. Como en un desfile de feria comenzó a llegar una muchedumbre que alborotó la tranquilidad del desierto: payasos de semáforos, predicadores evangélicos, actrices de telenovelas, millonarios excéntricos repartiendo millones como embelecos, modelos, humoristas, políticos, presentadores de televisión y miles de periodistas de los más lejanos países del mundo. Y de la noche a la mañana, en medio de un gran desorden y confusión de lenguas, apareció un pueblo de Babel que en su momento de apogeo tuvo una población de más de 3.000 personas.
La historia del desierto de Atacama está coronada de tragedias (como una larga muralla coronada de vidrios rotos). Huelgas interminables, marchas de hambre, accidentes fatales, mineros ametrallados y cañoneados a mansalva en masacres inconcebibles. Todo esto a causa de una larga data de injusticias laborales, sociales y morales en contra del minero, injusticias que, pese a los años y a ríos de promesas políticas, se han conservado inalterables, como agrias momias atacameñas. Se dice Desierto de Atacama y se entiende drama, explotación y muerte. Por eso ya era hora de que se viviera una epopeya con final feliz. Ya era hora de que la tierra, regada tanto tiempo por la sangre, el sudor y las lágrimas de los mineros, devolviera verdores desde su vientre, devolviera frutos de vida. Aquí sangre, sudor y lágrimas no es una frase vulgar. Yo, que viví 45 años en este desierto, que trabajé en las minas a rajo abierto -solo dos veces y por muy corto tiempo lo hice en minas subterráneas-, lo puedo decir fehacientemente: el desierto de Atacama está regado de sangre, sudor y lágrimas.
El rescate de los 33 mineros de Copiapó, además de un triunfo de la tecnología, se alza desde este desierto como una lección de vida para la humanidad entera. Una prueba de que cuando los hombres se unen a favor de la vida, cuando ofrecen conocimiento y esfuerzo al servicio de la vida, la vida responde con más vida. Aquí no se trabajó buscando oro o petróleo o diamantes. Lo que se buscaba era vida. Y brotó vida, 33 chorros inmensos. Y a los estallidos de aplausos y abrazos y risas mojadas de lágrimas de la muchedumbre en la mina, y del júbilo de campanas y sirenas de las ciudades del país, se sumó la alegría emocionada del mundo entero. Éramos todos seres humanos conmovidos hasta los tuétanos. Porque a medida que cada uno de los mineros iba subiendo, saliendo, renaciendo desde las entrañas de la tierra, cada uno de nosotros lo sentía como emergiendo desde el fondo de su propio pecho. Fue la celebración total de la vida.
Ya lo he dicho: el desierto está poblado de cruces, testimonios mudos de muerte y desolación. Hagamos por lo tanto de este lugar un homenaje a la vida. No construyamos otro monolito, que son superfluos; no levantemos un monumento, que hay demasiados; no erijamos un santuario, que ya hay los suficientes. Echemos a volar la imaginación y creemos algo nuevo, algo que manifieste a toda la raza humana. Yo propongo un Elogio de la vida.
Un mensaje para los 33: que les sea leve el alud de luces, cámaras y flashes que se les viene encima. Es cierto que sobrevivieron a esa larga temporada en el infierno, pero al fin y al cabo era un infierno conocido para ellos. Lo que se les viene ahora, compañeros, es un infierno completamente inexplorado por ustedes: el infierno del espectáculo, el alienante infierno de los sets de televisión. Una sola cosa les digo, paisitas, aférrense a su familia, no la suelten, no la pierdan de vista, no la malogren, aférrense como se aferraron a la cápsula que los sacó del hoyo.
Es la única manera de sobrevivir a ese aluvión mediático que se les viene encima. Se los dice un minero que algo sabe de esta vaina.
Para terminar, una oración por ustedes, una oración del poeta iquiqueño Jaime Ceballos, síntesis exacta de lo que acabo de decir:
Oración 33
Señor, tú que sabes
De milagros y esperanzas
No los abandones.
En esta hora del secuestro
Rescátalos de sus rescatadores
No los abandones.
Baja tú antes que los medios
Infórmales antes que sea tarde
No los abandones.
Sácalos de los sets de televisión
Apártalos de las luces que enceguecen
No los abandones.
Tú sabes que entre cámaras y flashes
Ya destruyeron la Tragedia.
Pero a ellos, no los abandones.
Fuente: Diario “El País”, España.
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