Era un domingo de enero del 2009. Hacía pocas semanas que nos habíamos mudado a un más que pequeño departamento cuya virtud principal era - y sigue siendo - estar en un primer piso. En Esquel, donde las construcciones son preferentemente bajas, eso aseguraba un panorama magnífico de las elevaciones que demarcan el valle. Así siempre tendríamos una postal hermosa, diferente y cambiante a través de cada una de las cuatro ventanas orientadas a tres de los puntos cardinales.
Creíamos ser solamente dos los recién mudados, pero éramos al menos cuatro, ya que dos no pequeños pedruscos, uno de catorce milímetros y otros de diecisiete, también habían abandonado su prolongado alojamiento en mi vesícula, tomando caminos previsibles en el interior de mi cuerpo: uno la ruta del colédoco y otro la avenida del cístico.
Y ese domingo, lo que era una molestia de vez en cuando se mostraba como breves pero dolorosas crisis se transformó en la sensación de que un manojo de pequeños puñales se clavaba en mi costado derecho a nivel de la cintura.
Me dobló al medio como un libro abierto que se cierra. Así quedé intentando soportar esa aflicción que se veía como el final a toda orquesta de una sinfonía que me acompañaba desde la juventud. Sentía que ese día sonaba quizá por última vez, y por eso no solamente acepté sino que pedí a Olga, mi esposa, que llamara un taxi para ir urgentemente al Hospital. Y quienes me conocen bien saben que si yo pido ver un médico es señal de que estoy absolutamente dolorido y absolutamente asustado.
Ell taxi llegó a los pocos minutos y en menos tiempo aún nos llevó al Hospital. Siendo un día domingo, sólo teníamos el recurso de la guardia. Su jefe era el Dr. Cardoso, quien con conocimientos, precaución y una maravillosa amabilidad me hizo pasar rápidamente a una pequeña sala.
Allí pude, con su ayuda y la de varios otros médicos y enfermeros, colocarme sobre una camilla y desdoblar entre ayes de dolor el libro cerrado en que me había convertido. Y se inició un largo proceso de muchos minutos destinado a lograr, como primer paso, calmar el tremendo estado en el que me encontraba.
Recuerdo que al ver el color de mi piel y mi aspecto general, sabiamente el Dr. Cardoso preanunció: "Vos tenés piedras hasta en los ojos", lo que se ajustaba a la verdad, como se demostraría al día siguiente.
Luego de probar en forma simultánea y/o consecutiva varios recursos, el equipo encontró una solución más que aceptable que redujo a límites tolerables el dolor con el que había llegado hacía varios siglos, o eso me parecía entonces. Quedé agotado y sé que ellos también.
Volvimos a casa con la orden terminante de solicitar a la mañana siguiente un turno en laboratorio, en ecografía y con el cirujano que estuviera disponible cuanto antes. Era enero, es decir, tiempo de vacaciones, pero yo no lo había elegido como mes para sufrir este percance. Lo eligieron los pedruscos que saltaron de la vesícula a recorrer mi mundo interior.
Así conocí al Dr. Mingo, pasando prontamente por los correspondientes análisis de laboratorio, la ecografía con el Dr. Garay y quizá algunas prácticas médicas más que ya no recuerdo.
Todo ocurrió muy rápido en esas horas que serían las últimas de las que tendría conciencia antes de iniciar ese increíble viaje que emprendería poco después.
Vestido o quizá desvestido adecuadamente para la cirugía me llevaron a una sale en la que una amable anestesista me hizo sumir en la nada, mientras acompañaba el efecto de la droga con un relato monótono que me pareció una canción de cuna.
Dice Olga, y confirman nuestros amigos y el calendario, que estuve inconsciente durante varios días. Me cuentan que ella, los médicos y los enfermeros, vivieron momentos dramáticos. Que luego de la operación inicial realizada por el equipo del Dr. Mingo me arranqué tubos y demás que me conectaron en terapia intensiva para ayudarme a continuar viviendo, lo que provocó una gran hemorragia y por eso debieron volver a abrirme. Que fue necesario hasta pedir diez donantes de sangre a través de la radio y la televisión.
De todos esos sucesos en los que estuve muy mal, al borde de la muerte, transitando esa frontera quizá en ambas direcciones, me enteré por lo que mi amada Olga, fiel y permanente apoyo, quien me acompañara ya los recientes diez años anteriores de mi historia, me contó y hasta escribió después.
Porque ella vio, y no lo dudo, cómo moría yo, su otra mitad en esta vida como ella lo era entonces y lo será siempre para mí. Pero de todo eso no fui testigo.
Yo estaba, morfina y demás mediante, sumido en otra realidad o irrealidad espectacular, plena, sorprendente, algunos de cuyos detallas deseo poco a poco relatarles. Para aquellos que creen que hay algo más después de la muerte y para los que no lo creen.
Lo que seguirá a esta especie de introducción o "planteo" serán mis recuerdos, algo cuya propiedad nadie puede discutirme. No serán seguramente todos ni estarán los relatados tan plenos de detalles como los viví. Pero con lo que les transmita sé que lograré sorprenderlos lo suficiente para que seguramente los hará reflexionar. No solamente me ha ocurrido a mí y puede quizá sucederle a cualquiera. Algunos lo verán como una situación lamentable antes de conocer las múltiples experiencias por las que atravesé, pero a medida que comparta con ustedes esas vivencias (o "muriencias", permítanme el neologismo) seguramente comprenderán por qué yo lo considero hoy un don, un regalo de Dios, que estuvo todo el tiempo en la cabecera de mi lecho para llevarme y traerme de regreso.
Daniel Aníbal Galatro
dgalatrog@hotmail.com
17 de Julio de 2011
(continuará)
Esquel te enamora, se incorpora a tu piel como los abrojos mismos.
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